Son instalaciones, fotografías, performances y videos realizados por artistas que vivieron en el continente blanco.
Glaciar negro. De Guido Yanitto, detalle de instalación. Foto tomada por el Cdte. Enrique Domenechde 1967. |
Por M.S. Dansey
Una muestra de arte sobre la Antártida puede parecerse demasiado
a uno de esos power-point que manda la gente con exceso de tiempo
libre: una serie de imágenes bellas que intentan recordarnos que la vida
es buena. Algo de esto sucede con Sur Polar IV, la muestra que está en
el Museo de Arte de Tigre. Por momentos, el menos común de los lugares
se vuelve lugar común, pero cuidado, quedarse con esta primera vista
sería un yerro. Primero, porque cualquier excusa es buena para visitar
ese fantástico edificio belle epoque . Segundo, porque el
pintoresquismo en cuestión ayuda a articular algunos buenos experimentos
conceptuales, con la obra de los grandes maestros argentinos que
integran la colección del museo.
A través de medio centenar de
piezas, la curadora, Andrea Juan, ofrece un panorama de los distintos
abordajes que tiene el arte contemporáneo. Instalaciones, fotografías,
performances y videos de artistas emergentes ocupan toda la planta baja y
continúan la charla que iniciaron los cuadros de Berni, Quinquela
Martín, Soldi, Fader y Della Valle, colgados en el primer piso. El
relato se sostiene en parte por la presencia de paisajes clásicos, bien
construidos, honestos, como los de la pintora Marina Curci, la fotógrafa
Adriana Lestido e incluso los del mexicano Diego de Narvaes que
fotografía los glaciares de tal modo que pierden su escala y se vuelven
casi abstractos.
Las obras son, en su mayoría, el resultado de las
vivencias de los artistas en la base polar argentina, en el marco de un
programa de residencias organizado por la Dirección Nacional del
Antártico. La experiencia debe ser extrema: queda claro que cualquier
intento de dejar una marca en estas tierras está condenado al fracaso y
de eso hablan muchos trabajos, de las ganas locas de seguir
intentándolo.
Una de las obras más radicales son las fotos de dos
tatuajes, uno de ellos en un lugar no definido del cuerpo, el mapa del
continente antártico en tinta blanca; el otro, una inscripción numérica
que corre como un collar por las clavículas de su autor, dejando
marcadas de por vida las coordenadas geográficas de su posición en el
globo terráqueo. No se encuentra en la sala una cédula o señal que
identifique al artista: ¿La identidad en jaque?
Mapas también son
los dibujos de Guido Yannito. Una pequeña pantalla muestra al artista
caminando sobre la ladera de un monte; sus pasos trazan líneas rectas y
al final de cada tramo, antes de girar en otra dirección, Yannito deja
una baliza que funciona como nodo. Así se van construyendo estas
geometrías que luego él pasa a papel, repetidas mecánicamente,
desplazadas de sus ejes, flotando sobre la nada, igual que flota en el
aire el capricho de los límites territoriales. Y ahí está el pequeño
cohete de Sebastián Desbats, realizado con botellas de plástico
descartable y cinta adhesiva. El artefacto se carga con un inflador de
bicicletas y se eyecta propulsado por un chorro de agua, que se
entienda: energía sustentable. Un monitor lo muestra funcionando en
medio del campo, pero dan ganas de accionarlo de verdad, dan ganas de
sacarlo al parque y lanzarlo a cielo abierto.
Fuente: clarin.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario