Los carros cambiaron de nombre por una obra de teatro. Y fueron masivos hasta 1930.
Sobrevivientes. El clásico paseo por el Rosedal de los mateos que quedan en Buenos Aires. En su apogeo, una ordenanza los regulaba. / mario quinteros |
Por Eduardo Parise
Hasta las primeras tres décadas del siglo XX se contaban por
miles. Y su función podía variar entre llevar desde una estación de
trenes a un recién arribado a la Ciudad, con sus sueños y esperanzas
intactas, hasta transportar a algún dandy porteño, tanto a la llegada
como a la salida de una milonga en Palermo. Es que, desde 1850, las
“victorias”, tiradas por un solo caballo y a cargo de un cochero,
estaban incorporadas al paisaje de Buenos Aires tanto como esa música
popular que conocemos como tango.
Se los veía siempre en los
alrededores de las plazas más importantes, como Constitución, Miserere,
Congreso o de Mayo. Por eso algunos los denominaban “placeros”. Pero en
1923 la influencia de una obra de teatro les cambió el nombre para
siempre.
La obra se estrenó en mayo de ese año en el Teatro
Nacional. La había escrito Armando Discépolo (el hermano de Enrique
Santos) y contaba algo de la dura vida de don Miguel, un inmigrante
italiano que veía cómo la merma en su trabajo complicaba su existencia.
Entonces el hombre volcaba sus penurias hablándole a Mateo, el viejo
matungo de su carruaje. Fue tanto el impacto popular que tuvo que desde
entonces a los carros se los llama mateos.
La mayoría de esos
mateos llegaron desde Francia, aunque a mediados del siglo XIX eran muy
importantes en las principales capitales de Europa como Londres, Berlín o
Viena. Y aquello se vería reflejado también en Buenos Aires. Tanto que
ya en 1866 aparecía una ordenanza para reglamentar su actividad. Entre
otras cuestiones, se establecía que, para circular de noche, debían
llevar faroles encendidos cuando no hubiera luna llena. Aquellas luces
funcionaban con carbono.
Equipados con mullidos asientos forrados
en cuero, negras capotas que protegían del rocío y con elásticos de buen
hierro debajo de la carrocería, para amortiguar el traqueteo sobre el
adoquinado porteño, los mateos empezaron a entrar en la historia cuando
el servicio de tranvías llenó la Ciudad y los “autos de alquiler con
reloj taxímetro” (como se denominaba a los taxis) coparon la parada del
transporte urbano, previo auge de los colectivos.
La prohibición
de la tracción a sangre en la Ciudad (sancionada en 1960) también
influyó. Sin embargo, hoy todavía hay algunos que se lucen en las dos
paradas que mantienen como bastiones de aquel tiempo: frente a la
entrada principal del zoológico (en las avenidas Las Heras y Sarmiento) y
frente al gran Monumento de los Españoles (avenidas Del Libertador y
Sarmiento). Desde allí, frecuentados en forma mayoritaria por los
turistas, siguen al trotecito lento por la zona del Rosedal en un paseo
con mucha nostalgia para los mayores y mucho asombro para los más
chicos, acostumbrados a las velocidades del siglo XXI. Eso sí: en todos
los mateos están incluidos los dibujos de los históricos filetes
porteños, un arte popular que en su origen tuvo alguna influencia
europea pero que es tan argentino como el dulce de leche.
Para
estos carruajes quedó lejos la época en que las familias patricias, con
cochero incluido, los tenían como un símbolo de su buen pasar. La
expansión de la Ciudad también los fue dejando fuera de juego, como les
pasó a aquellos ómnibus con techo de lona que se usaban para llevar
gente a los loteos de tierras en barrios alejados del Centro o para
disfrutar alguna excursión. Muchos también salían desde la zona de Plaza
Italia. Por el diseño de su carrocería el ingenio popular los había
bautizado con un nombre más doméstico que callejero: les decían
bañaderas. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarín.com
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