Cuadernos privados
Por Laura Ramos
Por Laura Ramos
Tres fincas se extendían alrededor de la esquina de Potosí,
ahora Alsina, y la calle Tacuarí en el siglo diecinueve. Dos pertenecían
a la familia Ortiz de Rozas, padres de Juan Manuel; la tercera a los
Mansilla. La esquina que miraba al norte era conocida como “la esquina
del jorobado Zapata”. La fama de tener malas pulgas del señor Zapata se
fundaba en su aspecto enjuto y giboso, en su levita negra y sombrero de
copa, que usaba a toda hora, pero sobre todo porque al verlo los niños
gritaban: “¡Zapata!, ¡cuidado!”. Su almacén despachaba té perla, ya que
el negro sólo se encontraba en casas de mucho fuste, y un café tostado
tan fresco que perfumaba las casas de los alrededores.
Según cuenta en sus Memorias
Lucio V. Mansilla, sus padres al casarse se instalaron en la finca
sureña, frente a la esquina de la pulpería de San Pío, su inquilino. San
Pío, puntual en el pago, acompañaba el importe del alquiler con un
queso de Goya fresco, muy apetecido por los niños. En oposición al señor
Zapata, San Pío era bonachón y cariñoso, adorado por los más pequeños
no sólo por su temperamento afable sino por las golosinas que les vendía
de contrabando. En el vecindario murmuraban que aunque San Pío era
oriundo de Italia, no sabía hablar italiano, pero tampoco español o
genovés, ni siquiera otro dialecto itálico, sino una media lengua de su
autoría. Me pregunto si esta habladuría no habrá nacido de la mezcla de
arrogancia y condescendencia que la clase patricia empleaba en su trato
con los inmigrantes, en sus intentos por convertirlos en personajes
jocosos.
La niña Agustina de Rozas, “la belleza de la Federación”,
sólo tenía quince años al casarse con el general Mansilla, de cuarenta y
uno, ya abuelo y gallardo militar, guerrero de la Independencia. Cuando
nació su hijo Lucio, en diciembre de 1831, seguía siendo tan aniñada y
aficionada a los juegos como nueve meses antes. De regreso de la calle,
por las tarde, el general muchas veces escuchaba el llanto de su hijo,
por lo que amonestaba a la niñera, la “negra” María Antonia. Un día se
decidió a despedirla, furioso: -¡Prontito! ¡Prontito! Haga usted su
atado.
Al oírlo, Agustina confesó que era ella quien hacía llorar
al niño, al quitarle sus muñecas y juguetes. ¿Sería cierto? ¿O tal vez
la joven mintió a su maduro esposo para evitar que la madre de leche
de su hijo quedara a la intemperie? Si fue un embuste, nunca lo
desmintió, porque el general siguió contando esta historia a sus hijos
hasta su muerte.
En la pulpería de San Pío los niños compraban
clandestinamente una golosina color chocolate claro que se llamaba
tortita de Morón, y los mayores chorizos fritos. Los apetitosos efluvios
del aceite hirviendo tentaban con frecuencia a la familia. “Que vayan a
traer algunos chorizos”, ordenaba el general Mansilla durante la cena,
ante la decepción de sus hijos Eduardita y Lucio, los dos futuros
escritores, que tenían interdicta la fritura porque su padre,
higienista, la consideraba “muy pesada” para los niños. Debían
contentarse con sentir el perfume, aunque calladamente se sentían muy
satisfechos, y con una leve sensación de culpabilidad, a causa de las
tortitas de Morón que habían engullido a escondidas antes de la comida.
San Pío les guardaba el secreto.
En esas tertulias su madre solía
contarles una historia sucedida en el otoño de 1831, cuando la pareja
estaba recién casada. A punto de irse a dormir, antes de apagar la vela,
Agustina había lanzado un grito aterrador: “¡Mansilla! ¡Mansilla!”.
Temblando, había echado los brazos alrededor del cuello de su marido.
Sin dudar, el general había tomado de inmediato su espada, posada en la
cabecera de su cama, la misma de la batalla de Ituzaingó y de Obligado,
la que su hijo luego blandió en Pavón. De un salto estaba dispuesto a
enfrentar al enemigo. La camisa de dormir no alcanzaba a tocar sus
rodillas.
-¡Un ratón! ¡Un ratón sobre la cómoda! -había gritado Agustina, parada sobre el lecho.
Repuesto de la sorpresa, el guerrero la había tranquilizado: -No tengas miedo, hijita.
Al
no encontrar cueva alguna en el cuarto, el ratón había huido ágilmente
entre los muebles hasta que, estrechado en un rincón, un segundo antes
de que una estocada acabara con él, había saltado sobre la hoja para
deslizarse hasta la taza de metal amarillo que cubría la mano de
Mansilla. En un veloz movimiento se había posado sobre la piel del
general, que, espantado, había soltado el arma. Mientras se reunía junto
a su esposa sobre la cama, ella había exclamado: -¡Y yo que te creía
tan valiente!
Fuente: clarin.com
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