Es paradójico que el origen de obras tan delicadas como las que muestra Gustavo Bonevardi en la Fundación Alon sea una catástrofe.
Es parte de su extraña, melancólica belleza.
Formado como arquitecto, Gustavo Bonevardi encarna con especial
sutileza el frecuente cruce que enlaza desde tiempos inmemoriales las
prácticas de la arquitectura y el arte. En la arquitectura, su trabajo
internacionalmente conocido y reconocido por “Tribute in light” (Tributo
de luz), que realizó en colaboración con su socio, John Bennett, para
el Ground Zero, es sin duda una de las respuestas más sensibles e
impactantes que se generaron tras el atentado a las Torres Gemelas.
Diseñado
para demarcar con haces de luz el vacío que dejó la caída de la torres
en el perfil de Nueva York, la obra se enciende cada 11 de septiembre y
funciona como una gran instalación lumínica a escala urbana.
Fundamentalmente concebida como una intervención destinada a subrayar la
ausencia, es a la vez un acto de resistencia y una aparición fugaz que
en parte ha contribuido poéticamente a la catarsis de los conmocionados
habitantes de la ciudad. Podría decirse que de algún modo la arrolladora
experiencia de ese día, que dio lugar a esta obra monumental de leve
materialidad, está también contenida en las pequeñas piezas –ya no
arquitectónicas– que Bonevardi presenta en la serie de trabajos que ha
reunido para la Fundación Alon.
“La mañana del 11 de septiembre me
trasladó a mi infancia”, ha dicho Gustavo, hijo del gran Marcelo
Bonevardi, que de joven se mudó a Nueva York y allí realizó gran parte
de su carrera hasta poco antes de morir, en 1994. “Crecí en el Meat
Package District, cerca de las torres, y su construcción fue el telón de
fondo de buena parte de mi infancia”, añade Gustavo. Cualquiera puede
imaginar el impacto que le provocó su derrumbe. Sin embargo, una de las
cosas que llamó su atención en ese momento aturdidor que cambió la
historia de Nueva York, fue el destino del enorme caudal de papeles
corporativos: cartas, informes y documentación guardados en cientos de
oficinas que volaron en un instante.
A esa inquietud se diría que
remiten muchos de los dibujos en papel que integran el conjunto que
presenta ahora en la Fundación Alon. En especial la serie Falling,
16 dibujos que sugieren hojas de papel cayendo, como si fueran vistas a
través de una ventana y al mismo tiempo dejaran miles de letras
flotando libradas a su suerte. Esos millones de hojas de papel
esparcidas por el aire son para el artista uno de los recuerdos más
impactantes de aquella fatídica mañana. Y acaso también una sentida
excusa para ahondar en la multiplicidad de sentidos y en la capacidad
expresiva de la letra que constituye un motivo de reflexión que lo
acompaña desde siempre.
SIN TÍTULO, 2008. Grafito sobre papel, 33 x 57 cm. |
Es la letra que contribuye tanto a la
forma como al volumen en la serie de grafitos sobre papel Fabriano que
presenta aquí. Todos de exquisita factura. La letra y la propia marca
del papel sugieren y operan como recursos de una singular poética visual
que pareciera subrayar el carácter evanescente y pasajero de las cosas.
Nada pareciera tener permanencia en esta serie de letras tratadas como
partículas flotantes. Acaso sea porque la letra, como el artista mismo
ha confesado, es algo escurridizo, que desde siempre se le ha escapado
como agua entre las manos.
“Amo la lectura, pero siempre me
resultó difícil. Escribo y escribo por horas y aún así los resultados
son dudosos”, ha escrito, una vez más como para desafiar ese viejo
sentimiento de frustración. De allí que para él la letra sea más un
medio de expresión visual que le permite una alta dosis de gracia y
lirismo, que ese esquivo sistema de signos capaz de traducir conceptos
literarios, filosóficos o científicos.
Ese mismo sentir penetra
la serie de acuarelas que aportan una dosis de color al conjunto de
papeles. Aquí el modelo pareciera sintonizar con el universo sensible de
la estampa japonesa, ese territorio delicado, de una sutil economía de
trazos.
En cuanto a las pequeñas esculturas en piedra que
completan la exhibición, no se equivoca Ed Sullivan en el texto incluido
en el hermoso libro editado para la muestra, cuando evoca a la Piedra
Rosetta. Como en aquel célebre fragmento de piedra que contribuyó a
desvelar los misterios del antiguo Egipto, los fragmentos de propilita
negra de Africa que trabaja Bonevardi descubren en sus incisiones la
misma nube de letras que imaginó aquel día flotar en el aire. Como si en
su condición de rastro para una arqueología del futuro, las letras no
lograran adherirse del todo a la superficie más pulida de la piedra, ni
tampoco a la más rugosa. Como si un extraño y repentino cataclismo las
hubiera condenado a una inquietante flotación.
De cualquier modo, y
a pesar de ese origen, no sé por qué imagino que a Jorge Luis Borges le
fascinarían esos trozos de piedra oscura con marcas tan inquietantes.
Acaso porque traen ecos de culturas lejanas, que transportan a quien se
enfrenta a ellos más allá del tiempo, hacia civilizaciones eventualmente
desaparecidas, cuyas razones de desaparición no alcanzamos a intuir.
Hay en estos pequeños trozos un universo de letras, cargado de enigmas
por descifrar; un mundo de signos que resultan familiares pero que en el
fondo no lo son. Acaso en ellos anide el secreto del irrefrenable
impulso humano hacia la propia destrucción.
FICHA:
Gustavo Bonevardi. Bonevardi Works
Lugar: Fundación Alon para las Artes (Viamonte 1465, piso 10).
Fecha: hasta fin de junio.
Horario: lunes a viernes, 12 a 18.
Entrada: gratis.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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