Damien Hirst, una sorprendente celebridad del arte contemporáneo
Por Mario Vargas Llosa / Para LA NACIÓN
MADRID -
A diferencia de dos exposiciones dedicadas a Picasso en Londres -una,
en la Tate Britain, documentando su influencia sobre el arte moderno en
el Reino Unido y la segunda, en el Museo Británico, con la edición
completa de la Suite Vollard -, a las que se podía entrar sin
demora por el limitado número de visitantes, para acceder a la gran
retrospectiva consagrada en la Tate Modern a la obra de Damien Hirst,
tuve que hacer una cola de tres cuartos de hora.
No sólo la abundancia de público llamaba la atención;
también, el gran número de jóvenes y de parejas, algunas con niños en
los brazos. Los pequeños la pasaban bastante bien en las salas de la
muestra. Se divertían mucho con el revoloteo de las moscas en la urna de
cristal donde reposa la cabeza sangrante de una vaca ( Mil años 1990 ) y todavía más en la instalación llamada Dentro y fuera del amor
, un cuarto artificialmente humidificado con mariposas vivas, cuencos
de frutas, superficies blancas y cajones con flores. Pero a algunos de
estos precoces aficionados los asustaron los corderos y las reses
seccionados quirúrgicamente y los tiburones dientudos conservados en
formol; a veces rompían en llanto.
La exposición misma no tenía mayor interés, salvo desde
el punto de vista sociológico, pues resultaba sumamente instructivo
espiar las reacciones de los visitantes ante los objetos que la
poblaban. La mayor parte hacía un esfuerzo visible por descubrir, detrás
o dentro de los anaqueles atiborrados de remedios, pinzas, tijeras,
espátulas, guantes elásticos, órganos en yeso, o en las bolitas y globos
suspendidos en el aire por el soplido de una secadora de pelo o el
ventilador de una caja de colores chillones, la idea, la razón, la
propuesta intelectual o estética, el misterio que confiriese a
semejantes materiales algo que justificara la admiración, el respeto, o,
por lo menos, la curiosidad del público. Muchos no podían ocultar su
decepción, pero la disimulaban, con comentarios que rehuían lo
primordial y se aferraban a lo adventicio: "¿El dispositivo será
mecánico o eléctrico?", "¿Deberán cambiar el formol cada cierto tiempo o
durará toda la eternidad?". Los más osados se atrevían a sonreír o a
reírse abiertamente de lo que veían, como diciendo, entre guiños: "De un
artista puede esperarse cualquier cosa, ya lo sabemos".
Los que se han tomado muy en serio aquello que allí se
exhibía son, claro está, la comisaria de la exposición, Ann Gallagher,
sus colaboradores y la media docena de autores de los ensayos del
catálogo que la acompaña. El verdadero embauco está en esas páginas y,
sobre todo, si los críticos se creen lo que firman. En síntesis, para
entender cabalmente lo que Damien Hirst (o, más bien, los operarios de
su taller) fabrican, hay que moverse con desenvoltura en una galaxia
donde rutilan Immanuel Kant y Sigmund Freud, las complejidades de la
Anatomía, la Farmacopea, la industria proveedora de instrumental clínico
para los hospitales, Marcel Duchamp, Francis Bacon, Kurt Schwitters,
las técnicas de la publicidad de la empresa Saatchi, los secretos del
tallado de diamantes y las filosofías y teologías relacionadas con la
muerte. Uno de ellos revela, como un dato de capital importancia, que
en los primeros "gabinetes médicos" que concibió Hirst en los años 80,
los remedios y pastillas que figuraban en sus repisas procedían todos de
las recetas de su abuela enferma, a quien el artista quería mucho.
A juzgar por la entrevista que concedió Damien Hirst a
Nicholas Serota y que aparece en el catálogo, el artista que, según la
señora Ann Gallagher, "ha impregnado más la conciencia cultural de su
tiempo", no tiene en gran estima a sus admiradores, ni tampoco al arte
que practica, ni trata de dar seriedad y dignidad a sus creaciones
mediante anfibológicas referencias culturales o poniéndose bajo el ala
protectora de imponentes pensadores o artistas. Por el contrario, habla
de su trayectoria con una desarmante sinceridad, explicando, en cierto
modo, la elección de sus opciones artísticas en función de sus carencias
y limitaciones. Hubiera querido ser pintor pero advirtió que pintaba
muy mal y optó por los collages en los que se sentía menos deficiente.
Cuando descubrió el arte conceptual, el surrealismo y el minimalismo,
todo mezclado, entendió que había un camino -el del gesto, el desplante
y el espectáculo- en el que él podía superar sus defectos e, incluso,
triunfar.
Uno de sus méritos es haber demostrado que en nuestra
época se puede ser un artista, incluso de gran prestigio, sin demostrar
destreza alguna en lo que se refiere a pintar o esculpir, simplemente
haciendo lo que todavía no se ha hecho, y procurando que haya en esto
algo novedoso y llamativo, que, sin significar ruptura o rechazo radical
de una tradición, lo parezca. Cuando Hirst habla de los pintores que,
cree, han ejercido una influencia sobre él, como Sol LeWitt o Naum Gabo,
e incluso Francis Bacon, no se refiere para nada a sus méritos
estrictamente plásticos, sino a sus actitudes y posturas, a que
añadieron al territorio del arte lo que antes de ellos no era ni podía
ser considerado "artístico".
A diferencia de sus enrevesados y tramposos críticos,
que dan a su persona y a sus obras unos baños delirantes de empaque y
dignidad intelectual, estética y filosófica, Damien Hirst parece
bastante consciente de la extraordinaria superchería en que se ha
convertido hoy, para muchos, el oficio que practica. El no pretende
disimularlo, sólo aprovecharlo: lo acepta tal como es y saca de ello
todas las ventajas posibles.
No es exagerado decir que se trata de un honesto
embaucador, que, en un mundo en el que ahora todo vale, donde el
auténtico talento y el funambulismo andan confundidos, él pasa sus
mercancías por lo que verdaderamente son, sin escrúpulos ni
pretensiones, dejando que se ocupen de envolverlos en argumentos y
justificaciones de densa tiniebla y especiosa dialéctica, esos críticos,
galeristas y marchantes que, como los publicistas alquimistas de
Saatchi, saben convertir todo lo que brilla en oro, vender gato por
liebre e imponer su propia tabla de valores y de jerarquías en medio de
la confusión que ha reemplazado las viejas certidumbres y patrones
estéticos.
No faltará quien recuerde que, a lo largo de la
historia, no sólo el arte, toda la cultura ha estado siempre hospedando
en su seno a embaucadores de rauda figuración y que sólo con la
discriminación que ejerce el tiempo retornaron luego al anonimato del
que nunca debieron salir, alejándose por fin de los auténticos creadores
a quienes, por la ceguera de sus contemporáneos, llegaron a hacer
sombra. Eso es cierto. Pero no creo que nunca en la historia del arte
haya habido nadie como Damien Hirst, desprovisto del más elemental
talento y originalidad, que, en vez de disimular esta condición, la
exhibe en todo lo que hace con perfecta desfachatez, y haya conseguido
pese a ello escalar todos los peldaños de la consideración del establishment
(la bibliografía que le está dedicada es abrumadora) hasta llegar a ser
requerido por instituciones como la Tate Modern y los museos más
importantes del mundo.
Su éxito económico está a la altura, y acaso supera, el artístico. En octubre de 2004 vendió, a través de Sotheby's, su Pharmacy de Notting Hill
por unos quince millones de dólares, y en septiembre de 2008 el remate
que hizo, prescindiendo de galeristas y marchantes, siempre a través de
Sotheby's, de 244 nuevas obras obtuvo la astronómica suma de 111
millones y medio de libras esterlinas (es decir, más de 150 millones de
dólares). Lo que significa que Damien Hirst es acaso el más caro artista
vivo de nuestro tiempo.
¿Su futuro está garantizado? Si todo dependiera del
mercado del arte, sin duda. Pero, ¡ay!, advierto una amenaza en el
porvenir de este Rastignac de la pintura del siglo XXI: la poderosísima
Real Sociedad Protectora de Animales del Reino Unido. Auguro que los
severos inspectores de esta institución no dejarán pasar impune el
sacrificio de las decenas de millares de gráciles mariposas, a las que
el artista mató, con el agravante de arrancarles las alas, para
engalanar Enlightenment y una serie de sus cuadros, ni el
genocidio de millones de moscas inocentes para empastelar con ellas la
masa viscosa que recubre su famoso Sol Negro. No es imposible que la
Real Sociedad Protectora de Animales ponga fin, o cause un serio
quebranto, a la flamígera carrera del muchacho de Leeds que comenzó a
hacer arte a los 16 años fotografiándose junto a la cabeza seccionada de
un cadáver en la morgue de su ciudad natal.
Fuente: lanacion.com
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