Arte / Museos
Imperdible retrospectiva de la
camaleónica fotógrafa estadounidense, ícono posmoderno, que apela al
juego de roles para derribar estereotipos femeninos y cuestionar
mandatos de la moda.
Hay varias
conclusiones sobre la retrospectiva de Cindy Sherman que se exhibe en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) hasta el 11 de junio. En
muchos puntos de esta muestra densa, a menudo excitante, nos encontramos
con una artista personalísima en todo sentido, que en los últimos 35
años ha vuelto en forma consistente y provocadora la fotografía contra
sí misma. Aparece aquí como un ángel vengador cada vez más vehemente,
que libra una especie de guerra con la cámara, usándola para exponer lo
que podría llamarse tanto la tiranía como la vida interior de las
imágenes, especialmente las de mujeres, que nos bombardean y modelan a
cada momento.
Con la ayuda de un conjunto siempre cambiante de
vestuarios, pelucas, técnicas de maquillaje, accesorios, utilería y a
veces máscaras y prótesis corporales, Sherman impulsa un agresivo juego
de roles y actúa como directora de escena, destruyendo en muchos casos
un léxico de estereotipos mayormente femeninos.
Su carrera comenzó a fines de la década de 1970 con la
pequeña colección en blanco y negro Tomas fijas de películas sin título,
escenas calladamente reverberantes de films inexistentes. Inspirando
líneas narrativas casi reflexivas en los espectadores, sus protagonistas
femeninas se identifican como amas de casa, amantes despechadas,
gatitas sexuales y turistas. De allí avanzó hacia adelante y hacia
afuera, al color y a formatos mayores, a un conjunto de convenciones que
marea: moda, historia del arte, páginas centrales de revistas,
pornografía, retratos, cuentos de hadas y películas de terror.
Al desplegarse en series discretas, como capítulos, su
trabajo ha demostrado ser tan formalmente ambicioso e inventivo como
psíquicamente inquisidor. Sus fotografías están sesgadas de tal modo que
se les ven las costuras y se hace evidente su naturaleza ficticia y
construida; siempre sabemos cuál es el truco, alertados de su naturaleza
real-fingida. La despreocupación tosca y visible con la que han sido
ensambladas para la cámara ha expandido los límites de la fotografía
estudiada, incorporando aspectos de la pintura, la escultura, el cine,
las instalaciones, las representaciones, el collage y el montaje.
A menudo se alaba a Sherman por ser una actriz hábil y
camaleónica, y lo es: actriz siempre al borde de estar en un rol pero
nunca del todo. También es una consumada manipuladora del espacio, la
escala y el color. Es famosa por su trabajo solitario en el estudio.
Parte del poder de sus imágenes es su condición de estar "a solas en
casa".
Esta muestra tiene sentido de la oportunidad. En un
momento en que muchas obras de arte dependen, para lograr su efecto, de
largas explicaciones ofrecidas por curadores, dealers o charlatanes,
Sherman ha desarrollado un arte decididamente visual que permite -más
bien obliga- al espectador a rumiar en libertad.
Sherman, que nació en Nueva Jersey en 1954 y creció en
Long Island, es una de las artistas más importantes de su tiempo; su
obra sigue siendo "la piedra angular indiscutida de la fotografía
posmoderna". Pero también es única en su género: una artista innatamente
precoz, innovadora, prolífica, influyente, que ha disfrutado del
reconocimiento general -y éxito en el mercado- desde que apareció, a
comienzos de la década de 1980, y que nunca se durmió en los laureles
sino que ha persistido, década tras década, con obras interesantes y
sorprendentes.
La retrospectiva de Sherman en el MoMA es sin duda una
ocasión histórica, aunque al mismo tiempo sea una oportunidad perdida.
Se monta sobre las faldas de los logros de Sherman, sin llegar a
hacerles justicia. Es atrapante para el público en general, pero una
visión más arriesgada y rigurosa de lo que ha producido Sherman podría
haber impactado a todos y también inspirado a los artistas. Básicamente,
el MoMA vaciló. Las obras de Sherman fácilmente podrían haber ocupado
todo el sexto piso, como la reciente retrospectiva de De Kooning, en vez
de sólo dos tercios. O se le debió haber dado espacio adicional en otra
parte del museo, como a la reciente retrospectiva de las obras de
Martin Kippenberger, Gabriel Orozco y Martin Puryear, y a la muestra de
Richard Serra de 2007. Al no contar con ese espacio mayor, se debió
haber hecho mejor uso del espacio disponible.
Es fácil advertir el desafío que la calidad, la
cantidad y variedad del arte de Sherman representó para las hábiles
organizadoras de la muestra, Eva Respini, curadora asociada, y Lucy
Gallun, asistente curatorial del departamento de fotografía.
La muestra consiste en una combinación de cinco salas
dedicadas a series individuales, que comienza con las Tomas fijas de
películas sin título y concluye con sus recientes retratos sociales
oscuros y monumentales de matronas muy maquilladas, calladamente
desesperadas, de cierta edad, y seis nebulosas salas temáticas que
mezclan distintas series. La combinación apaga la ira presente en su
obra, oscurece la claridad de su evolución y diluye o esquiva sus series
menos populares o menos difundidas por la crítica.
Yo habría usado muchos más ejemplos de las fotografías
de moda, que pese a ser trabajo comercial, se cuentan entre los
esfuerzos más agresivos, sardónicamente opulentos. Aquí, casi 30 años de
proyectos están representados por apenas 11 imágenes, y la muestra se
detiene demasiado en sus retratos históricos, populares pero desiguales,
en los que reunió aproximaciones ruidosamente falsas de viejas obras
maestras de Rafael, Rembrandt, Caravaggio e Ingres.
Una artista precoz
Finalmente, esta retrospectiva le quita importancia a
la asombrosa precocidad artística de Sherman; incluye muy pocas de sus
primeras obras y las distribuye entre otras en las primeras y últimas
salas. Su inclinación por el juego de roles tomó impulso al ver obras
conceptuales basadas en fotos de artistas femeninas como Hannah Wilke,
Eleanor Atnin y Adrian Piper a mediados de los años setenta, mientras
asistía a clases en el Buffalo State College.
Su atracción inusualmente intensa por los disfraces y
las máscaras comenzó en su infancia: estaba en su sangre. El catálogo
incluye una fotografía de Sherman y una amiga, alrededor de los 11 años,
vestidas y maquilladas como ancianas, en la que su postura encorvada ya
da señal de su habilidad para meterse en la piel de otras personas.
Las obras más recientes son murales de inmensas
imágenes que se salen del marco fotográfico y retratan a la artista sin
maquillaje, vestida con ropa que a menudo le queda mal. Aquí Sherman
juega sin inmutarse con su propio envejecimiento -como lo hace de modo
más oblicuo en sus retratos sociales- pero también evoca a la niñita a
la que le gustaba actuar, aunque lo hace sentir como si fuera un
territorio nuevo.
Si bien esta exposición no rinde tributo a la dimensión
colosal de la artista, sigue siendo un verdadero regalo, que nos
recuerda, en un momento en que necesitamos precisamente que se nos
recuerde, lo que se requiere para ser una gran artista. Aunque ninguna
de sus imágenes puede considerarse exactamente un autorretrato, la
muestra del MoMA es sobre todo un retrato inspirador de la artista que
trabaja incesantemente, buscando nunca repetirse, siempre intentando ir
más profundo y más allá en una u otra dirección. Su ser -sin
remordimientos, generosa, imaginativa y sabia- está presente en toda la
muestra.
adn SHERMAN
Nueva Jersey, 1954
Hábil actriz, es una de las más importantes artistas de su tiempo. Definió la fotografía posmoderna, como manipuladora de la identidad y del espacio. Su obra es una larga metáfora sobre el lugar de la mujer y la mirada de la moda.
Nueva Jersey, 1954
Hábil actriz, es una de las más importantes artistas de su tiempo. Definió la fotografía posmoderna, como manipuladora de la identidad y del espacio. Su obra es una larga metáfora sobre el lugar de la mujer y la mirada de la moda.
Fuente: ADN Cultura La Nación
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