QUINQUELA, A LA LUZ




A 30 años de la muerte del artista emblemático de La Boca, el museo que lleva su nombre y la Fundación OSDE revelan las facetas menos conocidas de un visionario.




Las palabras, como los navíos, necesitan ir a dique seco para librarse de la ganga acumulada en las derivas. La consideración de las obras, los prestigios y las personalidades merecen otro tanto, si se permite expandir el hallazgo del pensador español que conminaba a los que bien quería: "Argentinos, a las cosas".
Viene a cuento tratándose de Benito Quinquela Martín, recobrado en su polisémica creación a treinta años de su muerte en el museo que lleva su nombre, en La Boca, en una muestra realizada en conjunto con la Fundación OSDE.
Creíamos conocer bastante la obra total de este visionario vuelto mito. No era así. Esta exposición rescata las facetas más ilustres, los aspectos menos socorridos, como los aguafuertes contestatarios, grotescos, de la mala vida de cafetines y cabarés boquenses. Ese refugio de los laboriosos portuarios, de los bichicomes hambreados que se zambullían para atrapar los desechos arrojados por la borda. Cafetines y cabarés poblados de irredentas grisetas vestidas de percal. De perfil, embozados en la sombra bituminosa, está el cafisho , innombrable pero de todos conocido.
Quinquela no denuncia, presenta, burilando. Interpela desde el lenguaje del grabado, íntimamente ligado a los ideales anarquistas y socialistas fraguados a la orilla del Riachuelo, donde se fundó la primera Buenos Aires antes de que la refundaran los inmigrantes, los marginales, como él. Y el grabado fogoneó la prensa de papel de estraza, inflamada de denuncias y retórica, sí, pero raigal en la lucha por más justicia y equidad.
El potente colorista de empaste abundante y pincelada gestual traza la epopeya de este popolo minuto de la ribera. Christiano Junior, fotógrafo, lo precedió en la atención del paisaje, por entonces, cuando la isla Maciel procuraba el plein-air necesario para los impresionistas boquenses, discípulos de Alfredo Lazzari. Y fue Lazzari a quien recurrió el joven Chinchella, de 17 años. Era un desafío grande para el hijo adoptivo del carbonero Manuel Chinchella, italiano, y de Justina Molina, entrerriana de ascendencia indígena, quien lo alentó a seguir el camino del arte. El Conservatorio Pezzini-Sttiatessi, donde enseñaba Lazzari, excedía con creces una escolaridad de dos años y las clases impartidas por el carpintero Casaburi.
El conservatorio lo acercó a Fortunato Lacámera y a Juan de Dios Filiberto. El barrio era laborioso, pobrísimo, contestatario y fermento de ideales sociales, solidarios y artísticos. La marginalidad forzó el arraigo tenaz, visceral de los inmigrantes, desposeídos aquí y allá de lo más elemental.
"La Boca es un invento mío", Quinquela dixit . Verdad a medias, él transformó el barrio pero el barrio lo modeló a él. Todo es mixtura en Benito Quinquela Martín, que decidió allanar los datos filiatorios de adopción que, a su vez, modificaron el lacónico Benito Juan Martín con que fuera bautizado en marzo de 1890, a tenor del pañuelo que lo envolvía al ser abandonado en la Casa Cuna.
"Quinquela suena a quinqué, a luz, no?", chanceaba. Y fue en los contrastes de luz y sombra, dueto que concita la luz y revela la forma, donde él sentó reales proletarios y creadores. La República de La Boca distaba tanto del centro como de la luna, pero tenía su luna de arrabal. Quinquela hizo una cabriola fenomenal. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el expósito, carbonero y cargador portuario brinca al Salón de Recusados junto a Riganelli, Vigo, Palazzo y Arato, Facio Hebequer. Collivadino lo impulsa hasta el Jockey Club, donde comparte espacios con los mármoles de Falguière y los Goyas incinerados años después?
Como una saeta, Quinquela ilumina, vibrante como los fuegos de las fraguas o los incendios que devoran inquilinatos, astilleros, seres anónimos. Esta muestra prolifera en estos desacatos desgarrados, alucinados, sin comedimientos. Su expresionismo pulsional descubre fauces en Después de la explosión (1950), gárgolas que devoran, como el Saturno de Goya, a sus hijos anónimos, siluetas deformes como los operarios de Fundición de hélices (1938).
Quinquela llegó a Europa por todo lo alto. No tuvo viaje iniciático, de sí sacó las tracerías abstractas y las brumas finísimas de El puerto de La Boca (1924). No hay retratos en su obra.
Marcelo T. de Alvear y Regina Pacini lo apoyaron, como hicieron con Pettoruti. Y el príncipe de Gales, seducido por las sugestiones del presidente y la cantante de ópera, adquirió obra suya. Conoció mieles y lisonjas y transitó por Florida sin empachos. No fue falsamente modesto sino orgulloso de los contenidos del barrio que lo acogió. Y al que hizo justicia expandiendo a la barriada sus generosas intervenciones benéficas, antes de que se enunciara la noción de "intervenciones urbanas". Legitimó la policromía plebeya de los inquilinatos, pintados con requechos. Y fue más allá, fundando escuelas de artes y oficios, lactarios, gabinetes de primeros auxilios y odontológicos para el pobrerío fraterno. También esa escuela-museo donde cada aula, sobre la pizarra, tiene murales que enaltecen la gesta de los anónimos hijos del pueblo.
Quinquela es, por muchos motivos, un precursor visionario. La muestra actual inicia un derrotero firme al que vale la pena sumarse para repensar la cultura del país y de quienes habitamos bajo la Cruz del Sur.

Ficha. La Boca según Quinquela: el color como marca y un barrio como obra en el Museo Quinquela Martín (Av. Pedro de Mendoza 1835), hasta el 4 de marzo.

 
Fuente: ADN Cultura / LA NACIÓN

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