Si bien el papel es el espacio predilecto de las relaciones amorosas
intrincadas, hubo varios autores que las sintieron en carne propia. A
continuación, algunas de las pasiones ocultas más famosas.
Por Dolores Caviglia / dcaviglia@infobae.com
Muchos escritores se acercan a la literatura como un espacio en el cual las historias más complicadas, extremas y a veces hermosas pueden cobrar forma. La vida no siempre ni a todos ofrece recovecos tan complicados como los que una pluma puede concebir, por lo que resulta una buena escapatoria vivirlos en el papel.
Sin embargo, no es mero cliché la frase que sitúa a la realidad por encima de la ficción. Algunos de los escritores más famosos de todos los tiempos vivieron amores imposibles, prohibidos, fracasados o trágicos, “de novela” como dicen por ahí, no sólo en tinta sino en carne propia. Y es que la fatalidad parece siempre tener un condimento mucho más atractivo que el júbilo, por lo que la negación de la felicidad encanta. Ya los amantes adolescentes Romeo y Julieta en el siglo XVI lo advertían.
La famosa Beatrice que inmortalizó Dante Alighieri en el siglo XIII en su sublime obra Divina Comedia no fue únicamente una figura ficcional que le sirvió al escritor italiano de guía durante parte del recorrido del infierno al purgatorio y de éste al paraíso. Esta joven, símbolo de la perfección, la belleza y la virtud, fue el verdadero gran amor de este poeta, pese a que en realidad fueron contadas las palabras que cruzaron en vida. Dante habría quedado asombrado por la belleza de su musa a los 9 años y habría vuelto a verla sólo otros 9 años después, cuando ella lo saludó, algo que le bastó para sentirse inspirado. Esta pasión silenciosa y oculta se convirtió en imposible cuando Beatrice Portinari contrae matrimonio con Simón de Bradi; y en trágico, cuando muere con tan sólo 25 años.
En el siglo XIV, Francesco Petrarca, lírico y humanista italiano, también escribió la mayor parte de su obra inspirado por una mujer, Laura, nombre por el cual la muchacha cobrará dos lecturas: la del amor y la de las ansias de los laureles, del reconocimiento. En su Cancionero, esta mujer representa el objeto idealizado del amor, la belleza sublime, lo añorado. Pero alejada de las páginas no es más que la imposibilidad. Laura era una señora casada, presuntamente con un familiar del marqués de Sade, por lo que no existía en su vida espacio para el romanticismo adúltero. Además, Francesco era hombre de recta conciencia por lo que no tenía en mente sortear los límites. Sin embargo, su amor poético jamás pereció, por lo que sus bellos escritos lo llevaron a recibir la tan ansiada corona de laureles, por el cual fue varias veces invitado a la casa de su amada, cuyo marido disfrutaba de ser anfitrión de tan ilustre escritor. Según dicen, tal acercamiento comenzó a perturbar a Laura, quien temerosa de caer en la tentación de Petrarca lo alejó de su casa para siempre, hasta su muerte, en 1348 a causa de la peste negra. Pero su fallecimiento no logró apagar la llama ni la musa; muerta Laura pasó de representante de la belleza de la antigüedad a ángel de la sabiduría y la moral.
William Shakespeare escribió varias obras en las que trasmite una clase de amor hasta envidiable. Desde Romeo y Julieta hasta Othello, pese a la tragedia final o por ella, las historias de este dramaturgo isabelino resultan un ejemplo de pasión añorada. Pero su biografía no cuenta con los mismos vestigios. El autor de Sueño de una noche de verano vivió más amores conflictivos y dolorosos que anhelados. William se casó con Anne Hathaway cuando tenía 18 años y porque ella, de 26, estaba embarazada, según dicen los críticos especialistas. Pese a esta situación, la cabeza de Shakespeare estaba en Londres, lugar al que soñaba llegar para dar rienda suelta a sus historias y convertirse en un reconocido dramaturgo. Así lo hizo. El autor de Hamlet se alejó de su esposa y de sus tres hijos para instalarse en los alrededores de la capital inglesa y representar allí sus obras. Fue en esas noches de soltería, alcohol y desvelo que conoció a quien sería el verdadero amor de su vida, una mesonera, a la cual abrazaba con fuerza cada última noche que pasaba con ella antes de regresar a su hogar junto a su familia en Stratford Upon Avon. De esta relación nació un hijo también poeta, William Davenant.
El autor de Alicia en el país de las maravillas también vivenció una historia de amor prohibida, pero no ya por meras cuestiones sociales. Lewis Carroll, cuyo nombre real era Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), estaba enamorado de una niña de sólo 4 años, Alicia Liddell, su pequeña musa. Hay varios indicios que podrían alegar tal hipótesis, como las fotografías que tomaba a las hijas pequeñas de sus amigos en las que las menores aparecen hasta en paños menores y en poses sensuales. También podría tenerse en cuenta el odio profundo que le profesaba la madre de Alicia y las cartas que le escribía a Alicia y que esta quemó una vez que contrajo matrimonio, para evitar que alguno descubriera lo inconfesable.
Charles Dickens, escritor británico, tuvo un amor platónico que lo atormentó durante su matrimonio de 22 años con Catherine Hogarth. Es que el autor de Historia de dos ciudades se había enamorado de su cuñada de 17 años, Mary, quien se había instalado en la casa de su hermana a poco del casamiento. Si bien fue una pasión que jamás pasó del pensamiento a la piel, se dejó entrever porque ante el deceso de la joven Dickens perdió su inspiración y debió interrumpir la escritura de Oliver Twist. Asimismo, conocida la trágica noticia de la muerte de su cuñada, le sacó uno de sus anillos, se lo puso y no se desprendió de él hasta su propia muerte. Años después, este enamoramiento se vio confirmado -según cuentan- cuando Charles abandona a su mujer por una adolescente de 16 años, jovencita que hacía realidad el acercamiento imposible a su gran amor Mary.
“¿Por qué, Milena, me hablas de nuestro porvenir juntos, que no ocurrirá nunca, o será por eso por lo que hablas de él? Hay pocas cosas seguras, pero esta es una: que nunca viviremos juntos, en la misma casa, cuerpo contra cuerpo, ante la misma mesa, nunca ni siquiera en la misma ciudad”. Así le hablaba Franz Kafka (1883-1924) a la mujer que amaba. Milena estaba casada, pero su matrimonio se hundía ante las reiteradas infidelidades de su esposo, que sin pudor traía a sus amantes a la casa que compartían; el autor de El proceso estaba comprometido con Julie Wohryez, pero la relación no iba a prosperar. Pese a este ambiente que parecía favorecerlos, la frase anterior del escritor checo fue certera y premonitoria. Sostuvieron una relación epistolar en la que creció el amor, cuando ella se contactó con él para que la autorizara a traducir sus obras. Pasaron sólo algunos días juntos, pero se amaron con sinceridad.
Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo conformaron una de las parejas literarias más importantes e influyentes de la historia de la Argentina. De dos individuos pasaron a ser uno solo, pero doble, los Bioy. Se adoraban con brutalidad; ella era terriblemente celosa; él le daba todos los motivos para que lo fuera. Fueron reconocidas y admitidas las infidelidades de Adolfo. Sin embargo, Silvina parece haber llevado todo a escondidas. La poetisa Alejandra Pizarnik parece ser la culpable del secreto de la Ocampo. Ambas escritoras compartían una relación que sobrepasaba la literatura. Se conocieron en los años 60 en torno a la revista Sur fundada por Victoria, hermana de Silvina, y en la que cotidianamente escribían Adolfo y su gran amigo Jorge Luis Borges. Así comenzaron una relación de la que poco se conoce pero mucho se intuye. En enero de 1972, meses antes de tomar la terrible determinación de suicidarse, Alejandra escribe a su amiga mucho mayor (se llevaban más de 30 años) que la amaba “SIN FONDO”. Pese a todo, Silvina y Adolfo jamás se separaron.
La tragedia, la imposibilidad y la unilateralidad parecen hacer a la pasión algo mucho más literario que la escena feliz en la que los protagonistas comen aves. En la realidad, no siempre el amor encuentra el espacio adecuado para desarrollarse y no por ello pierde veracidad. Resulta bueno recordar en el Día de los Enamorados a aquellos que no tuvieron suerte, al menos no alejados del papel, el único amor que sí lograron eternizar.
Fuente: infobae.com
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