EL HIDALGO POBRE DE PROVINCIA





Por Laura Ramos


El 18 de febrero de 1938 Leopoldo Lugones tomó el tren Retiro-Tigre con un frasco de cianuro escondido y un ejemplar de Los que pasaban , de Paul Groussac. Durante las dos horas y media de viaje en la lancha colectiva permaneció de pie, inclinado sobre la baranda de la borda, mirando el paisaje del río Paraná de las Palmas. Se bajó en el muelle del recreo El Tropezón, donde le dieron la habitación número nueve, la más fresca. Pidió una jarra con agua y un vaso de whisky y se fue al jardín del fondo, donde rompió la tapa del frasco contra una escalera de cemento del fondo, que ya no existe. Se mató en la habitación “como una sirvienta”, dijeron los diarios de la época. La preciosa casa de madera está cerrada al público desde 2004, pero la nieta del propietario que atendió a Lugones conserva su habitación intacta: la cama, la mesita, la jarra, el vaso y el original de la carta.
Como un héroe de Balzac, como un D’Artagnan, como un Rimbaud, Lugones había llegado desde la provincia a la ciudad con once pesos en el bolsillo y una carta de recomendación. Juan José Sebreli, uno de los grandes enemigos de mi padre, lo incluye en una categoría encantadora: la del hidalgo pobre de provincia. El destino de estos jóvenes, provenientes de sectores arruinados de las clases altas provincianas, encontraba en Buenos Aires una doble marginación: como parientes pobres frente a su clase de origen, y como provincianos, frente a la clase alta porteña. “La hidalguía, la literatura hermética y el ocultismo fueron formas que utilizó Lugones para integrarse a una elite en la que no estaba muy seguro de ser admitido.” (Juan José Sebreli, Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades ).
Mientras Sebreli lo vilipendia por haber inventado el Ejército como nuevo sujeto histórico, y Jorge Luis Borges lo burla, mi padre reivindica sus intentos de fundar una literatura nacional. Veamos cómo se mofa el joven Borges del poeta laureado. “Es que la idea de aristocracia es una idea grosera. ¿Te acordás (le dice a Adolfo Bioy Casares) de la torva aristocrática del soneto de Lugones? Abrióse con erótica eficacia / tu enagua de surá / y el viejo banco / sintió gemir sobre tu activo flanco / el vigor de mi torva aristocracia . ¿Por qué torva? Cuando el banco cruje bajo el vigor de su torva aristocracia se muestra como un compadrito, o peor, como un compadrón… Pensá que trata de ser exquisito. ¿Por qué no escribe en lunfardo? No sólo habla de aristocracia, sino de su aristocracia. Parece difícil hablar delicadamente de aristocracia y, peor aún, de la propia. No creo que sus modelos franceses fueran tan groseros… ¿Vos creés que tenía razón Ibarra? ¿Qué el río de jacinto era el semen?”. Bioy le responde: “¿Qué otra cosa puede ser? La verdad es que no pudo decirlo mejor”. (Adolfo Bioy Casares, Borges ).
Como para refrendar esa condición bravucona que le adjudica Borges, Lugones se ufanaba de su estirpe criolla aristocrática: interpelaba a sus antecesores encomenderos y generales que combatieron en los reinos del Perú. “Coronel Lugones, tú eres el héroe de mi raza, yo soy el poeta. Tú tenías la espada, yo tengo la pluma”. Ese lustre de sus blasones, sin embargo, ¿no prefigura esa patria que fundó Borges después de haberlo remedado en cada atardecer, cuando repetía el verso Y muera como tigre el sol eterno ? Hasta compuso un “Romancillo” a su costa: “Se hundieron los cielorrasos, / creparon los bandoneones; / el azar jugó la taba; / Zarathustra y los mormones / trocaron el astrolabio / en un sacal de sifones; / y todos, el caballero, / el ermitaño, sus leones, / los trenqueláuquenes asados / y el reloj de plaza Once / oyeron que en su agonía / dijo el Caballero a Borges: / -Qué malo es el Román-Cero / de Don Leopoldo Lugones!”.
Los poetas jóvenes ridiculizaban su virtuosismo en la rima, de tan poco gusto, su solemnidad, sus visos aristocráticos. Sin embargo, en el prólogo a “El hacedor”, Borges describe una ensoñación: Lugones lee con aprobación un verso suyo “acaso porque en él ha reconocido su propia voz”. Cumplía una ley generacional. Necesitaba burlarse y denigrarlo, aunque fuera injustamente: “Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros” (Jorge Luis Borges, Leopoldo Lugones ).
En su biografía de Lugones Cristina Mucci consigna que en su carta suicida el poeta escribió: “Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público”. No le hicieron caso. En cambio, lo travistieron dos veces: porque si Lugones es “Lunario sentimental” y una poco agraciada autopista, es también “la Lugones”, la sala de cine del teatro San Martín, a la que se va menos a ver una película que a tener una experiencia mística, la sala de proyección donde el cine sigue siendo más importante que la vida. Y además, al rescatar el Martín Fierro del oprobio literario y consagrarlo como un poema épico, ¿no estaba de hecho fundando la nación? La saga trágica de su familia se las cuento la próxima vez.

Fuente: clarin.com

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