LA INSTITUTRIZ DE VICTORITA OCAMPO



La institutriz de Victorita Ocampo

Por Laura Ramos

Antes de empezar cada clase, Mademoiselle Alexandrine Bennemason hacía la señal de la cruz y obligaba a sus discípulas Victoria y Angélica Ocampo a rezar un padrenuestro. Les leía en francés un libro aburridísimo, La morale pratique, que les provocaba bostezos. Pero en ocasiones se sacaba los anteojos para restregarse los ojos y les recitaba unos versos de Racine y de Corneille que las fascinaba: “Del horror de una profunda noche…”. Las desobediencias y “contestaciones” de Victorita pronto obligaron a Mademoiselle a aplicarle penitencias. A menudo la amenazaba con dejarle colocado sobre la cabeza un bonete, que confeccionaba con un diario viejo, durante toda la clase. La segunda opción era más penosa: mantenerse de pie, con los brazos en cruz y un libro en cada mano. Cierta vez Mademoiselle perdió la compostura y retorció las fábulas de La Fontaine con una fuerza tan rabiosa que partió la dura tapa del volumen en dos pedazos. La profesora de piano se llamaba Berta Krauss, una temible dinamarquesa. Llevaba una esclavina de piel que parecía de carnero sucio y un prendedor del que colgaba una manito de coral. Era tan severa y brusca que en una ocasión hizo caer a su discípula del taburete giratorio de un empujón; una tarde la pellizcó. En verano llegaba a Villa Ocampo, la quinta de las tías que luego Victoria heredó, desde la estación San Isidro, montada en un break. Su alumna “la esperaba al pie de la escalera como un monaguillo dispuesto a decir misa” ( Autobiografía , Victoria Ocampo). Pronto les habló de la existencia de sus compositores predilectos: Grieg y Kuhlau, que ella pronunciaba Kulo. El nombre de Kuhlau las convulsionaba de una risa que debían sofocar, y que quedó ligado al de Miss Krauss para siempre en la familia. Una noche de 1905, bajo una tormenta de nieve invernal, un trineo tirado por caballos trajo a Mademoiselle O. a la mansión a Nabokov de Vyra. Vladimir tenía seis años y su hermano Sergey cinco. En la estación la esperaba el cochero Zahar, un hombre corpulento que hacía oír el húmedo chasquido del látigo sobre los dos caballos negros, Zoyka y Zinka, antes de dejarse engullir por la estepa. “Y me encontré allí, abandonada, como la condesa Karenina”, protestó ante sus alumnos luego de que una lámpara de petróleo la condujera al brillante salón de la casa cubierta de nieve. Su vocabulario ruso estaba formado por una sola palabra: “¿dónde?” (transcripción fonética: giddy-eh ), la misma solitaria palabra que se llevó de regreso a Suiza siete años después. Al día siguiente de su llegada los niños la dejaron resoplando en la escalera de entrada y se escaparon por el camino hacia el pueblo. Recorrieron tres kilómetros hasta que Dmitri, provisto de una lámpara, los alcanzó. “Giddy-eh?” gritaba frenéticamente Mademoiselle O desde el porche. Pero les leía, sin el menor tropiezo ni vacilación, El Conde de Montecristo, Los miserables , en un francés lustroso y magnífico que les purificó la sangre. Vladimir, ya en el exilio, fue a visitarla a Lausana, convertida en una especie de colonia de ancianas institutrices que competían en recuerdos y nostalgias. “En nuestro propio pasado siempre nos encontramos como en casa”, dice Nabokov para explicar el amor póstumo de aquellas damas por países remotos y recuerdos falsos. “Ah –suspiraba–, aquellos días felices en el chäteau ” “¡Y aquella vez que tú y Sergey me dejasteis perdida y gritando en la espesura del bosque!” “¡Los azotes que os di!”. Nunca los había azotado, y tampoco había sido feliz. En la mesa familiar, si creía que la habían situado muy cerca de los parientes pobres, la ofensa que sentía le hacía torcer el gesto en una sonrisa pretendidamente irónica, que culminaba con un “perdóneme, estaba perdida en mis tristes pensamientos” a su interlocutor. “No os preocupéis por mí”, decía con su vocecita cuando se le escapaba una lágrima de pesar, y seguía comiendo hasta que las no secadas lágrimas la cegaban. “La conversación general había girado, por ejemplo, en torno al tema del buque de guerra que comandaba mi tío, y ella había percibido en esto una malévola indirecta contra su Suiza natal, que carecía de Armada” ( Habla, memoria , Nabokov). La derribó por completo la llegada de un enérgico, saludable preceptor ruso de opiniones políticas radicales que ignoraba el francés. Al escribir sobre su gobernanta muchos años más tarde, luego de haberse convertido, él también, en un extranjero en tierras extrañas, Nabokov describió así su suprema desgracia: “Ser una extranjera, náufraga, sin un céntimo, enferma, en pos de la bendita tierra donde por fin sería entendida” pero donde, en realidad, “se subvaloraba la vocecita de ruiseñor que salía de su cuerpo de elefante”. Si hay un tratado sobre institutrices ese es Agnes Grey (Anne Brontë, 1847), un tratado pornocalvinista que suscribe la idea de Karl Marx sobre la historia de la humanidad como historia de la lucha de clases, ( Manifiesto Comunista , 1848). Pero esa historia se las contaré el próximo domingo.


Fuente: clarin.com


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