Por sus salas pasaron desde Batato Barea hasta Yoko Ono. Y es un símbolo de libertad.
CONTEMPORANEIDAD TOTAL. HOY, EL PATIO ES DE GRAFFITIS: EL RECOLETA MUESTRA TAMBIEN ARTE URBANO.
Por Adriana Carrasco
Dejó la adolescencia cuando se remodeló la sala Cronopios, siguiendo los estándares mundiales de exposición. Desde entonces empezó a albergar grandes muestras internacionales y resonaron entre sus paredes nombres de peso singular. La obra de Yoko Ono, Richard Estes, Alex Katz, Tunga, ahora estaba a la mano. Clorindo Testa, uno de los tres arquitectos progenitores del Centro Cultural Recoleta, dice que los edificios deben ser modificados según pasan los años. “La ropa de un chico debe ser diferente del traje de un adulto”. Para los festejos de los treinta años, le llegó el turno al auditorio El Aleph. Las reglas del mercado del arte obligaron a dejar atrás, de manera más contundente, la mística extrabrut del Recoleta.
Es que el tiempo todo lo interviene. Lo sabe bien el anfitrión de estos festejos. Claudio Massetti, actual director del Recoleta, cuenta cómo se sucedieron las etapas que llevaron a la adultez. “Uno añora aquella sensación que se tenía al comienzo. Después de tanto sueño reprimido, ahogado”. Se refiere a los primeros años de democracia, durante la gestión de Osvaldo Giesso, “abridor de puertas, generador de novedades”. Los noventa fueron, en cambio, “años de construcción y de afianzamiento. Y en la década del 2000, el Centro Cultural Recoleta se consolidó en calidad”.
Atrás habían quedado definitivamente Batato Barea y sus performances con licuadora. Inimaginable pensar que existió una sala con piso de tierra y que allí se hizo una exposición de Carlos Regazzoni. La remodelación de Cronopios puso fin al sueño de la horizontalidad. El Centro Cultural ahora tenía sala de lujo. Todos los artistas querían exponer en la plataforma de lanzamiento internacional. Las vanguardias locales emigraron ante la falta de sala consagratoria. Porque no todos pueden ahora exponer en Cronopios.
La transformación del Recoleta en un espacio donde el público puede disfrutar de muestras de nivel internacional, durante la gestión de Teresa Anchorena, tuvo su precio.
El sacrificio de la vanguardia local . Es cierto que el gusto cambió. En los eventos ya no se sirve vino blanco sino solamente tinto o champán. La adultez es enemiga de la estética del cartón pintado o de las instalaciones construidas con residuos de verdad.
CREATIVIDAD DIGITAL. UNA IMAGEN DE 2007, DEL FESTIVAL ONE DOT ZERO.
Sin embargo, hay que reconocer que este toque de adultez ayudó, en determinado momento, a que un episodio de censura local se transformara en un hecho capaz de despertar indignación internacional. El escándalo referido permitió mucho más que afianzar la autonomía del arte. Fue en 2004, durante la gestión de Nora Hochbaum, cuando la Iglesia católica hizo todo lo posible por prohibir una muestra del artista plástico León Ferrari . El episodio no quedó en el plano de lo anecdótico, a partir de la presión de artistas nacionales y extranjeros, que sabían del peso del Recoleta. Y sobre todo porque el público consagró aquella muestra como un hito en la lucha por la libertad de expresión en todo el país.
Más allá de este matiz militante de su adultez, el Centro Cultural Recoleta envuelve a su modo la historia de los artistas y visitantes que pisaron sus baldosas. La impronta de Clorindo Testa, que se encontró hace treinta años con un asilo de ancianos lleno de objetos arrumbados y, junto con Jacques Bedel y Luis Benedit, lo transformó en Centro Cultural. Tan abandonado estaba el edificio, que en una de las habitaciones alguien había olvidado cuatro ataúdes vacíos, sin tapa. El sello de Osvaldo Giesso, que organizó un desfile de modas con diseños totalmente absurdos, cortado por tandas de modelos ataviados como oficinistas, solo para enganchar el auspicio de Casa Muñoz.
Desde el túnel del tiempo llegan los improperios de Enio Iommi al ver su obra Hechos espaciales completamente doblada, después que el público creyó que podía intervenirla. Los debates en los Conversódromos diseñados por el segundo director del Recoleta, Rodolfo Livingston. El trabajo con agua y electricidad durante la primera función de De la Guarda, y el temor de la tercera directora, Diana Saiegh, que cruzaba los dedos para que “la máquina de impedir” no la clausurara. Los esfuerzos de Liliana Maresca por limpiar de restos de mortajas las metálicas de ataúdes que iba a usar en su obra sobre la Guerra del Golfo. Los ladridos de la perra Laika, que vivió casi veinte años en el Recoleta, y jamás osó intervenir una instalación. El susto de Liliana Piñeiro el día que salió humo de la aerodinámica Cronopios.
En el festejo de los treinta años, el Centro Cultural Recoleta dejó atrás las zapatillas. Sabe que sus catálogos no se restringen al ámbito local. Y sobre todo, cuando viaja al extranjero, no tiene que andar explicando quién es. Pero con apenas treinta años, las canas pueden jugar a favor de la previsibilidad. Y el arte, perdón por la metáfora organicista, se alimenta de disrupción.
Fuente: clarin.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario